Aunque hoy ha sido un gran día, anda por las calles cabizbajo. Uno podría decir que luce agobiado, él va disfrutando: cierra los ojos, respira hondo, camina despacio y se concentra en sentir el aire.
El ruido en la plaza logra distraerlo, abre los ojos y ve unos zapatos empolvados. Alza la mirada: unos sentados en los jardines, otros yendo hacia diversas partes, otro más, trabajando. De entre los boleadores, todos ávidos de encontrar zapatos en los pies de tanta gente que ahora solo usa tenis, encuentra a un anciano que no mira los pies, sino los rostros, y que se apacigua con ello.
—¿Cuánto por el servicio de boleo?
—Quince pesos, joven.
Con esmero, el hombre comenzaba desatando y quitando las agujetas, lavando el calzado, engrasándolo… Mientras tanto, platicaba con sus amigos, esos que bajan desde el barrio únicamente para conversar de lo mismo cada cinco minutos —porque, de hecho, el servicio se prolongó más de quince minutos, la dedicación fue tanta, que la paciencia no solo era opción, sino el único recurso—. Los ancianos solo deseaban convivir, sentados en la jardinera, todos viendo pasar a la gente, viendo pasar el tiempo.
Caen un par de gotas, sendas para el cliente y para el boleador.
—Lloverá, ¿se estropearán los zapatos?
—Estos zapatos quedarán tan bien presentados, que quién sabe cuándo lo vuelva a ver. Qué bueno que va a llover, ya hacía falta.
—¿Por qué?
—Hacía falta porque la lluvia lava la ciudad, lava las calles, crece lo verde, nos lava a nosotros, nos limpia: nos quita tanta enfermedad.
El señor ataba las agujetas, guardaba el material y se ponía de pie.
—Está servido.
La lluvia aumentaba su densidad, la gente corría, las tiendas cerraban. Él se lavaba.
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