De repente, caía de espaldas. Caía. Caía. Caía. Sentía que la vista se me nublaba. Seguía cayendo. Y no era mi visión la que empeoraba, sino que cada vez veía más sombras y más obscuridad. Y yo caía.
El susto se aparecía en mi pecho, reventándomelo, parecía. Ya no podía respirar, ¿cómo llegaba el aire a mis pulmones? Ni idea. Los ojos tan atentos buscando alguna imagen para enfocar. «Tan atentos» no; tan perdidos, desesperados. Desesperado yo. Asustado.
Caía.
Caí.
Abrí los ojos tanto como pude, pero no tardé en recordar que no había nada que ver. Empecé a sentir pesadez. Era miedo. Mi respiración volvió. Esta hiperventilación no me permitía dejar de sentirlo, ese insoportable miedo. ¿Qué me pasó? Cerré los ojos con intención de lograr la calma, pero sin proponérmelo, sentía que oraba. Abrí los ojos y ante ellos había lodo. Ya podía ver. Ya podía sentir. Bajo mis pies había lodo, en mis ropas había lodo, enfrente de mí había una pared de lodo, a mis lados, atrás de mí. ¿Estaba en una tumba?
¡Este miedo no se va!
Empecé a subir como podía. Enterraba las uñas en ese lodazal vertical. Enterraba toda la mano. Los pies los clavaba también. Debía subir.
¡Este miedo no se va!
¡A subir!, ¡por favor no falles!
Sentía lombrices en las manos. ¿Por qué lloraba? Sentía lombrices en los pies. No lloraba; gimoteaba. Sentía lombrices en los brazos. ¡Tenía que llegar arriba!
¡Sentía terror! ¿Por qué no llegaba?
La subida era pesada. Me dolía el cuerpo. Esta agitación era fuerte. Qué sed. Deseaba salir de aquel agujero. Ese agujero era tan profundo como profunda sentía una cavidad en mi pecho. ¿Me estaba quebrando?
¡Salí! ¡Pude salir!
Todo era neblina. Qué frío. El miedo me dominaba. Corría. Escapaba de ese agujero inmóvil. Corría. Algo me corta brazos y piernas como cuchillas. Corría. Un camino lleno de ramas con espinas. No importaba, tenía que correr.
Tropecé.
—No te nos vayas.
¿Y por qué no debería?
La neblina se despejaba, pero el cielo sigue gris, excepto por un espacio entre las nubes que dan paso a un pequeño rayo de luz que aumentaba de grosor.
—No te nos vayas. Aquí todavía tienes lugar con nosotros. Sabes que te queremos.
¿Qué pasaría si tocara esa luz? ¿Que tengo lugar? ¿Debería quedarme?
Las nubes se despejaban, pero la luz se disipaba.
—La temperatura corporal ha aumentado un grado. El pulso ha elevado. ¡Ha abierto los ojos!
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