domingo, 23 de junio de 2019

Visita

Era medio día: el cielo azul y todo resplandecía en rededor. Por esa razón, cuando más concentrado estaba en mis labores, me desconcerté al percibir que el fulgor de las cosas se opacaba, y todo se reducía a una penumbra, como si las nubes hubieran llegado rápidamente y acarreado una repentina lluvia. La luz disminuía a la par que mi mirada se dirigía al cielo. El cielo tan negro como la noche, con las estrellas más brillantes que nunca antes hubiera yo recordado. Al bajar la mirada, distinguí a alguien acercándose, con unos gestos relajados, actitud que me brindó confianza entre la abrumadora incertidumbre que me provocó la situación.
“Quiero decirte que estoy bien”, me dijo con una sonrisa tranquilizadora. Su tez clara y su aspecto güero ahora parecían más rubios que antes: como si toda su esencia hubiera absorbido la claridad que había momentos antes. “También quiero que se lo digas a mi mamá. Que ya no esté triste, para que yo deje de estar al pendiente y pueda irme sabiendo que todo está bien”. Rio casi para sí, con sus amorosos ojos de azul inmenso, que probablemente capturaron el cielo del mediodía.
Mis ojos se nublaron. Creo que me abrazó. Tallé mis lágrimas, y al distinguir nuevamente, él ya estaba lejos caminando de regreso al lugar de donde vino. Las estrellas se iban con él: creo que eran sus testigos. Se devolvió la luz. Sonó el despertador.