—Pero, madrecita, ya había quedado
en ir.
—Ay, muchacho. Solo digo que no
vayas hoy, ¿qué no ves las fechas que son? Ten tantito respeto por el Viernes
Santo nada más.
—Mira, ya llegaron por mí, no
tardaré mucho. Eso de campear de día va a hacer que mis amigos se cansen más
rápido, ya verás.
Así, sin afán de seguir
discutiendo, besó en la frente a su madre y, apresurado, tomó su mochila y su
escopeta mientras se dirigía hacia la camioneta en la que ya estaba completo el
grupo de sus jubilosos amigos.
—Ya está la segunda
calendarización de cómo estarán distribuidas las vacaciones del resto del personal
de enfermería, señorita. Revisé la de usted, y comienzan dentro de ocho días.
—Muchas gracias, doctor. Pero ya
le dije como mil veces que soy «señora», y no «señorita»…
—Bueno, eso ya lo
sé, pero no me importa. Usted, en primer lugar, es joven y, en segundo, no le
voy a estar diciendo «señora» o «enfermera»,
¿verdad? Se escucha horrible.
—Ya llevamos varios conejos más el
armadillo, vámonos, ya con eso.
—Y yo que quería presumir que cacé
venado.
—De esos ya casi no se encuentran.
Nada más a alguien se le antoja y se lo comen luego luego.
—Pero eso es por culpa de los de
las otras comunidades, que ni siquiera respetan cuando la nuestra pone veda.
—Bueno, ya. Miren, nos alejamos
mucho de la camioneta, pero por acá, si seguimos subiendo la ladera, también
pasa la carretera, y como no quiero estar cargando todas estas cosas por todo
el camino, pues espérenme por este lado, yo llego en cosa de diez o quince
minutos.
—La mayoría está de vacaciones en
esta semana, y nosotros aquí…
—Bueno, cuando tenga usted sus
vacaciones, la mayoría estará trabajando. Así véalo.
—Usted ya lo dice fácil, doctor,
porque todo el año se la pasa ya sea aquí en el hospital o en su consultorio.
—Eso sí, pero creo que hay
trabajar mucho ahora para descansar mucho después. Ya me veo en unos años…
—Eso no ayuda, doctor.
—¿Ven?, les dije que no tardaría.
—Bien presumido tú porque tienes
tu camioneta.
—¿Cuál «presumido»? Yo solo
digo que lo que digo, lo cumplo. ¿Y los demás?
—Vienen con calma. Pensaron que
tardarías en llegar a tu carro.
—Hay que pasar por unas cervezas,
¿no?… ¡Que se apuren,
que hace sed!
—¡Ni que estuviera tan lejos! ¡Corran
o los deja… —El
sonido de su voz se enmudeció al escuchar el estruendo de un balazo más—.
—¡Hey! ¡Ayúdenme! —Berreó
desesperado—. ¡Ayúdenme con Baltasar!
—Por algo usted tenía que estar
este día aquí, señorita —dijo casi gritando, mientras jalaba la camilla—.
—¿Qué dice? —Dijo confundida al mirar
la escena—.
—Corra —exclamó—, alísteme el
cuarto de operaciones.
—Sí, doctor —dijo, mientras ya se
dirigía a cumplir con lo ordenado.
—Ayúdeme a pasarlo a la cama de
cirugía.
—De acuer… ¡Baal! —Se interrumpió a sí misma al ver a
su amigo yaciendo totalmente inconsciente y ensangrentado—. ¡Baal! ¡¿Qué le
pasó?!, ¡¿qué le dijeron, doctor?! —Preguntaba insistentemente mientras trataba
de detener la hemorragia—.
—Estaba subiendo un declive en el
monte, dijo uno de sus amigos, pero por esquivar a una serpiente que lo
sorprendió cuando casi la pisaba, se cayó sobre la escopeta y de alguna manera
la hizo disparar sobre sí mismo —narró apresurándose a dar asepsia a sus manos
y brazos—.
El médico se acercó a la cama y,
con un gesto, le indicó a la enfermera asearse también.
—Este hospital no está lo
suficientemente preparado para situaciones serias —dijo el médico con desagrado—.
Con este comentario, la enfermera
sabía que necesitaba alguna sustancia anestésica, cosa con la que no contaba
ese hospital; pero sabía que el doctor contaba con un frasco lleno de ella. La
enfermera siempre se reía de los menjurjes del médico, pero esta vez se sentía
tan agradecida por la visión que el médico poseía.
Rápidamente revisaron las heridas
internas del paciente:
—Uy, no —aunque con exclamo, el
médico lo dijo con gran delicadeza—. Tiene el abdomen destrozado —dijo mirando
severamente el vientre del paciente—. Atienda aquí, regreso en seguida.
Ella seguía con la mirada al
médico que salía apresurado del cuarto de cirugía. El hospital, precisamente
por ser de pueblo, no era uno grande; por esa razón, la enfermera podía
escuchar los comentarios que se hacían en la sala de espera.
—¿Llamaron a algún familiar?
—Sí, doctor. Yo soy madre de
Baltasar.
—No tengo tiempo para dar
explicaciones si lo que le propongo procederá. Su hijo está mal y empeora a
cada segundo. Le pido su autorización para intervenirlo. No contamos con todo
el material necesario, por eso es altamente peligroso. Escúcheme: si no lo
operamos, muere; si lo operamos, también puede morir. Usted decide qué hacer.
La enfermera sintió que se le
cerraba la garganta de tristeza, pero en seguida se llenó de adrenalina al
escuchar la respuesta:
—¡Sí, doctor! ¡Opérelo!, ¡opérelo!
Yo voy a rezar mientras usted está ahí adentro. ¡Opérelo!, lo va a salvar.
—Bien —dijo secamente, mientras
regresaba al cuarto de cirugía decidido a actuar—.
El médico empezó a intervenir al
paciente, y la enfermera se dedicaba solo a obedecerlo en todo lo que pedía. El
médico hurgaba entre los intestinos quitando cada agente contaminante del
paciente, atendiendo cada una de las heridas que hallaba. La enfermera pensaba
que eso era lo peor que viviría en toda su vida, temblaba de miedo y de
angustia, pero, al tratarse de un ser querido, hacía lo posible para no actuar
lerdamente ni entorpecer el proceso. El médico parecía completamente seguro de
lo que hacía, solo su sudor hacía parecer lo contrario, pero la enfermera
enseguida removía esa transpiración y entonces todo iba bien.
—Señorita, usted párese justo
aquí, detrás del torso del paciente. Sujételo así —le indicó cómo debía inmovilizarlo.
Así lo hizo la enfermera—. Muy bien. Yo sujetaré sus piernas. Por ninguna razón
se atreva a menguar sus fuerzas, sosténgalo enérgicamente —así lo hacía, pero,
más que eso, ella sentía que lo abrazaba, que lo sujetaba para no dejarlo ir,
que no se le fuera de su vida: lo detenía de todo—. ¿Lista?
—¡Lista! —Respondió y apretó con
más fuerza—.
—¡Ahora! —Gritó enérgicamente el
médico y empezó a sacudir de izquierda a derecha las piernas del paciente. Ese
movimiento fue muy continuo que se convirtió en un zangoloteo por lo violento
que parecía ser—. Hasta ahí —se detuvo y lo recostó nuevamente—.
—¿Qué acaba de hacer?
—Acabo de hacer que se acomodaran
sus tripas —dijo toscamente, estaba agotado, no podía ni pensaba en ser cortés—.
Lo que pase de ahora en adelante, dependerá de la reacción de su organismo.
Cerremos, pues, el trabajo concluyó.
—¿Se va a poner bien, doctor?
—Mire, señorita, no lo sé. Ya
váyase.
—¿Que me vaya?
—¿Recuerda que sus vacaciones
serían en una semana? Yo se las muevo y se las brindo desde ahorita. Faltará
toda esta semana y la repondrá en la siguiente. Quiero que se vaya y no la
quiero encontrar cerca de este hospital por todo este tiempo. Ande, descanse.
Dese un respiro.
«No puedo estar así. El doctor tiene razón,
necesito no pensar en esto», pensaba mientras preparaba maletas. «Tengo
que respirar y aprovecharé que mi hija está en plenas vacaciones para que se
divierta lo que no ha podido divertirse».
Entonces, por una semana completa
estuvieron en la ciudad, visitando a familiares que allá residían, paseando y
respirando.
—Buenos días, señorita. Llegó
mucho antes de su hora de entrada.
—Lo sé, doctor. Buenos días. Dígame…, ¿Baal sigue…
—¿«Vivo»? —Interrumpió el médico—.
—S… sí —titubeó—.
—Claro que sigue vivo —respondió
alegremente—. Vaya a verlo, su madre está con él.
Sin dudarlo, se puso en marcha a saludarlo.
Abrió la puerta y lo vio como la última vez: con sus ojos cerrados y no
sabiendo que ella estaba cerca. Miró alrededor y, entonces, la madre y ella
cruzaron miradas.
—Mijita…, no sabes cuánta falta hiciste aquí —le
dijo, mientras se levantaba para recibirla con un abrazo—.
—Lo sé. El doctor, al ver cómo
estaba, me prohibió acercarme todo este tiempo.
—Ya lo imagino, pero mi hijo sí
sabe que estuviste aquí. En cuanto despertó, le dijimos que tú estabas en su
operación, pero te tuviste que ir.
—¿Entonces qué dijo?
—Casi no podía hablar. Pero se
sintió conforme y contento por el hecho de que habías estado allí. Pero
hubieras visto, mija, hacías falta aquí.
—¿Qué pasó, señora?
—Estuvo inconsciente tres días,
pero parecía que iba a despertar, pero no lo hacía. Te nombraba, Cruz.
—¿Me nombraba?
—Sí, mijita, te nombraba. Sólo
pensaba en su amiga: «Crucita…», decía, «Crucita…, ¿en dónde andas?»,
insistía.
—Ay, Baal, no sabes cómo me
pusiste cuando te trajeron —más que decirle a él, se lo decía a sí misma por
llenarse de angustia—.
Las horas laborales ya habían comenzado y, mientras trabajaba, esperaba ansiosa a que su amigo despertara.
—Enfermera, un paciente pide
verla.
—¿Es el paciente Baltasar?
—Así es.
—Muchas gracias —respondió
emocionada—.
—Nunca había tenido sueños tan
pesados como en estos días —dijo con una voz apenas entendible por la boca tan
seca que tenía—.
—¡Baal! —Exclamó totalmente
eufórica, mientras lo abrazaba con frenesí—.
—¡Crucita!, ¡aquí estás!
Tan feliz se sentía ella, que, no
importando nada, lo miró, y oprimió sus labios con los de él y lo volvió a
abrazar.
—No es historia de amor de pareja,
es una historia de amor de amigos. Es una historia de amistad verdadera que me
gusta recordar.
—¿Y qué pasó con Baal, mamá? No lo
he conocido, y, de ser así, no lo recuerdo.
—Eras muy niña cuando lo conociste,
mija, sé que no lo recuerdas. Encontró trabajo en la ciudad.
Ya no volvió.
—¿Pero por qué no?
—Él era muy humilde. Sabes que si
uno es humilde no puede estar viajando constantemente. Tal vez allí se quedó a
trabajar. Tal vez allá se casó. Él se fue bien, se fue sano. Yo lo recuerdo
vivo y feliz.