Otro día de clases, otro día normal… Ella miraba al grupo, perdiendo el interés constantemente, haciendo foco asiduamente en distintas direcciones. En realidad había alguien en quien sí tenía interés, pero ella no lo quería aceptar, así que intentaba atribuirle interés a otras personas, pero, por más que quería, no lo lograba.
—Hola —dijo él, quien siempre, sin querer, lograba aparecer de repente sin que ella lo notara—. ¿Puedo hacerte compañía? —La pregunta fue hecha por mera cortesía, pues él, habiendo tomado la decisión, ya estaba sentándose a su lado—.
—Deja de hacer eso. Sabes que me molesta que hables sin que me dé cuenta de que te has acercado.
—¿Entonces qué?, ¿quieres que alguno de mis lacayos te anuncie mi llegada cuando esté en camino?
Ella lo miró como con desprecio, pero en realidad fue el primer gesto que se le ocurrió hacer como respuesta a lo que él dijo; no sabía si reír o no, pues en el fondo esos comentarios sí le causaban gracia.
Entre ellos, de manera no consciente, se manifestaba una competencia de egos: ella demostraba un tanto su repudio hacia él porque no toleraba que alguien fuera «arrogante», también demostraba un tanto su aceptación hacia él porque, aunque sólo los tontos son los que suelen ser arrogantes, él, por alguna razón, no lo era, sino que daba señales de ser muy interesante y muy inteligente también. Siempre ocurría algo que cambiara las cosas; por ejemplo, si a ella él le empezaba a parecer una excelente persona, él decía un comentario altanero, que usualmente solía ser acerca de la inteligencia de las personas; si él todo un día se mostraba irritante, repentinamente sorprendía con muestras de buenos modales y cortesía.
«¿Te gusto?», le escribió él en una nota. «Desgraciado. ¿Qué se cree? Ya se había tardado, sólo vino a fastidiarme el maldito», pensaba ella mientras respondía la nota. «¡Ja! ¿El que se cree guapo no vino?». Ella esperaba una respuesta a lo que le había respondido, quería ver cuál era la intención de él al querer molestarla; «él siempre tiene una intención al fastidiar a la gente», solía pensar ella al observarlo con otras personas. No obstante, al mirarlo atentamente, observó que él, al leer la nota, arqueó la ceja, respiró profundo y se levantó de aquel asiento. Ella lo vio alto y notó que ya no la voltearía a ver. Cuando él estuvo por dar su primer paso para irse, ella por alguna razón supo que si lo dejaba ir, se podría arrepentir, así que cuando pudo darse cuenta, tenía ya sus manos agarrando la manga de su saco. Él se detuvo sorprendido, se sonrojó sin perder la postura, y, sin mirarla, ocupó nuevamente el asiento. Ella giró el papel y apuntó con la mano temblorosa: «Sí, me gustas». Ella lo observó mirando la nota por varios segundos, pensó otra vez que él sólo vino a molestarla y había logrado lo que quería con esa respuesta; en realidad, lo que pasaba por la mente de él era alegría y temor combinados: se estaba dando el valor para decirle algo importante…
Comenzó a escribir y ella curiosamente pudo leer las primeras palabras: «Te propongo lo siguiente…». Al leer tales palabras, ella sospechó que sería algo muy interesante y decidió esperar a que terminara de escribir su idea y mientras no pudo evitar observarlo. «Siempre tiene esa maldita mueca en la boca: no sé si estará molesto y siempre por eso busca hacer lo que suele hacer o si estará sonriente por la misma razón», comenzó a divagar mientras él parecía titubear al son de su escritura. Él le entregó la nota y la observó fijamente. «Te propongo lo siguiente —decía la nota—: te propongo la facilidad de descubrir cada uno de mis defectos», ella sonrió, pensando que leía una misiva atascada de soberbia, «si tú, a cambio, me dejas contar cada una de tus virtudes». Ella se sorprendió sobremanera, apenas iba a pensar qué responderle cuando vio su mirada, que no era la usual, la retadora; era más bien como expresiva, sí…, expresaba cariño. Ella estaba a punto de escribir, cuando él le susurró:
—Te propongo que nos amemos…