Dieron las 2:30 de la tarde. Todos apresurados cerrábamos las mochilas, como si pudiéramos por fin fugarnos rápidamente de la escuela. Era tiempo de lluvia. En todas las entradas de los salones se veía a los compañeros apretujados esperando a que el aguacero cesara. A nuestro grupo, que no se caracterizaba por ser el más tranquilo, solo le bastaba con que el más grandulón quisiera salir, para empujar al más despistado hacia afuera y dejar libre el paso. Todos salimos y jugamos a patear el agua de los charcos entre nosotros.
La mayoría de mis compañeros vivía en pueblos cercanos al mío. Uno de ellos, el que más batallaba, todos los días calzaba unas botas de hule: tenía que cruzar un par de cerros para llegar a su casa. Él simplemente no entendía por qué me impresionaba cada vez que me contaba su travesía. Otros cuantos, vivían en dirección opuesta, a ocho kilómetros de distancia. Se pusieron felices cuando en la escuela les regalaron unas bicicletas; sin embargo, no las podían usar porque era imposible pedalearlas con el pavimento mojado.
Apolinar a veces me dejaba montar su caballo. Una vez el terco animal decidió posarse a mitad de la calle. Mi amigo, después de reírse a carcajadas, lo redirigió a la orilla cuando vio mi desesperación al obstruir la vialidad. Solo había un par de coches, pero me pareció a un embotellamiento.
Solía regresar a casa acompañado de Efraín y Enrique. No teníamos nada en común. Me encantaba escucharlos hablar de las muchachas que les gustaban y de la música que estaba de moda, en el pueblo, claro. Yo le contaba a Enrique sobre la que me gustaba a mí. No olvido que al principio me respondía con que ella no era nada agraciada, pero, de tanto que hablé sobre lo encantado que yo estaba, terminó por también gustarle. Después de cierto tiempo, me confesó que la conquistó con una rosa. Diario en las tardes nos vemos en el mirador, comentó. El pobre sufrió mucho de angustia al contarlo, cosa por la que sigo agradecido. Recuerdo que sí me incomodó un poco, pero no lo suficiente como para crear un problema por ello: para entonces, ya me gustaba otra chica. A ella sí que no pude superarla. Me contaron que ya salía con otra persona, razón por la que yo solo me alejé de ella. Conocí el dolor de adolescente y el llanto que conlleva.
Solo me arrepiento de haberme rendido sin nunca haber intentado nada. Años después, cuando vivía ya fuera del pueblo, me dijeron que todavía preguntaba por mí.